El amor causa adicción

El amor nos vuelve locos. No es sólo un dicho popular, no es una justificación ni una comisura poética, es un hecho con fundamento neurológico.

El deseo es un poderoso motor que nos empuja en todas direcciones. Gracias a éste, se amasan fortunas, se erigen rascacielos y se decretan las bases de nuestros hogares; pero también por causa del deseo se llega a traicionar a amigos y familiares, se abusa del compañero y se destruyen toda clase de lazos. El deseo es básicamente una pulsión, una fuerza instintiva que en principio busca satisfacer las necesidades más ele­ mentales de conservación y propagación de la especie, vinculándose después a otras más complejas, como el afán de interrelación o la búsqueda de reconocimiento y afecto. Tal como ocurre con todo impulso, el deseo esca­pa a las leyes de la voluntad, así que aunque logremos frenarlo y redirigirlo, distamos de ser monarcas de nuestras apetencias.

La cualidad principal del deseo es ese dis­paro de adrenalina que nos hace sentir vivos, ya sea a través de una ilusión productiva orientada hacia el trabajo o la conquista, co­mo por causa de un coraje demoledor que bien encarnan los celos, o del abatimiento psíquico que inspira tanta música y poesía. Puesto en labios de la atormentada Blanche DuBois en la más famosa obra de Tennessee Williams, “lo opuesto a la muerte es el de­seo”. Y cuando ese deseo es comandado por el instinto sexual, podemos derivar que lo opuesto a la inapetencia, el ostracismo y la orfandad, es el amor. Flotando sobre las alas de Eros, Tánatos guarda silencio.

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Cada vez que nos acercamos a otras per­sonas y nos permitimos intercambiar algo más que un saludo, nos exponemos a la punzada del amor. Aproximadamente tres pulgadas al interior de la nariz, en un ór­gano llamado vomeronasal, se encuentran centros receptores de placer programados para captar partículas químicas de interés sexual conocidas como feromonas, que via­jan por el aire al verse liberadas a través del aliento y las glándulas sudoríparas. Cuando alguien nos resulta atractivo, ya sea por sus cualidades físicas o de personalidad, el vomeronasal telegrafía sobre el feliz arri­bo de las feromonas al núcleo de la se­xualidad localizado en el hipotálamo, que reconoce al potencial compañero sexual y responde estimulando a la hipófisis para que incremente la producción de estrógenos y progesterona en la mujer, como de andró­genos en el varón, primordialmente testos­terona.

El ritmo cardiaco se acelera, se sonrojan nuestras mejillas, sudan nuestras manos y las palabras se enredan en nuestra lengua, dando inicio a los primeros coqueteos. Las mujeres solemos acariciar nuestro cabello, arquear la espalda para destacar senos y glúteos, y humedecer los labios. El hombre engrosa la voz, extiende los hombros para ensanchar su espalda, fija la mirada y se in­clina en dirección a la fémina haciendo gala de su dominio. Si el juego avanza, dando paso a largas conversaciones, caricias y besos apasionados, la vehemencia por la cercanía del otro y nuestra sensación de vi­gor general crecerán, porque disparos fre­cuentes de feniletilamina, una molécula producida durante el enamoramiento con efectos similares a los de las anfetaminas, comenzarán a provocarnos una especie de adicción al amante. Los aficionados al cho­colate aseguran que es el mejor sustituto del sexo, gracias a sus altos contenidos de fenile­tilamina, que lo convierten en adictivo.

En caso de rompimiento, debido a la au­sencia prolongada del compañero, los nive­les de esta molécula en el organismo caerán vertiginosamente, orillándonos a una especie de síndrome de retirada de la droga, expe­rimentando síntomas de aletargamiento, de­solación, incuria y pesimismo. En cambio, mientras la etapa del enamoramiento siga su curso, un par de drogas más en nuestra química cerebral, variaciones de las mismas feniletilaminas, serán sabiamente añadidas al brebaje para ayudar a sobreponernos al cansancio diario y a menguar el apetito, con tal de que podamos agregar horas ex­ tra a nuestra rutina para perseguir esas fu­ gas románticas, más reconstituyentes que el alimento o el sueño: dopamina y norepi­nefrina. La primera se encarga de extender nuestros periodos de atención y mejorar nuestro humor, además de intervenir en la detección y repetición de aquellas prácticas responsables de producir placer; elementos altamente deseables en el terreno de la se­ducción. La norepinefrina, también cono­cida como noradrenalina, aumenta nuestra frecuencia cardiaca, inhibiendo la fatiga y manteniéndonos en un estado bastan­te cercano a la euforia; nos torna más so­ciables, afina nuestra memoria y favorece el aprendizaje; herramientas útiles para descifrar y complacer al objeto de nuestros anhelos.

Al mismo tiempo en que estas drogas na­turales confabulan para dotar al enamorado de un aura aparente de lozanía y brillantez en favor de la fecundación, el neurotransmisor que equilibra nuestros apetitos y nos pro­tege de conductas obsesivo­-compulsivas, comienza a decaer. La reducción de este neurotransmisor conocido como serotonina, nubla el juicio, opacando los defectos de la persona deseada, dejándonos aún más vul­nerables a sus avances y artilugios. El alco­hol suele disminuir temporalmente los niveles de serotonina, de ahí que bajo su efecto nos deslumbremos por individuos que conoce­mos en bares o fiestas, los cuales resultan menos que atractivos cuando la embriaguez ha cedido.

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Pudiera parecer que el estado ideal es pasar por la vida narcotizados con el enamoramiento. La nota triste es que tal como sucede con muchas drogas el efecto es pasajero y a menos de que brinquemos de un amante a otro en ciclos de entre 90 días y dos años, pasaremos del éxtasis al desencanto y del embeleso al tedio de la cotidianeidad. ¡Dos heroínas sagaces parecen venir entonces a nuestro rescate! Se libera una hormona lla­mada oxitocina, cuya función primordial es generar sensaciones de confianza y apego entre los amantes, promoviendo el afán de permanencia. Sexo genial reteniendo a los amantes, parece una fantasía, pero es tan real como que los individuos con escasos receptores de esta hormona, derivan menos sentimientos profundos de sus encuentros sexuales, buscan satisfacción física muy por en­cima de lo emocional y son más propensos a la infidelidad. Sería fabuloso contar con un medidor instantáneo, ¿o no?

La última de nuestras estrellas, pero quizá la más laureada, es la llamada “hormona de la monogamia”: vasopresina, proteína a través de la cual el cerebro asocia la imagen del compañero con sensaciones de bienes­ tar, para imprimirlas en una zona llamada paladium ventral, almacenando en la me­moria los recuerdos cautivadores en torno a la pareja, consiguiendo que desarrollemos la nueva adicción de perseguir la multiplicación de esas experiencias gratificantes peculiares con el mismo compañero.

¿Somos entonces, bajo cualquier escena­rio, indefensos juguetes de nuestra biología cuando se trata de enamorarnos? La res­puesta no es tan sencilla, y por eso nos da tema para otra ocasión.